Actuar Con Responsabilidad (SUNO)

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Domingo 14 de septiembre, 2025.

Los viernes son los días más congestionados en la sala de emergencias, sobre todo en el rango de entre la medianoche hasta las tres de la madrugada. Tuve que quedarme apoyando porque estábamos con poco personal. Entre los intoxicados por beber demasiado, los accidentes menores, pero que, aunque menores no dejaban de ser accidentes que debíamos atender, entre niños resfriados y personas con algún tipo de parálisis, llegó un caso bastante peculiar. No llegó en la ambulancia, sí en un taxi. Hombre de 25 años, con una caída desde el segundo piso de la edificación en donde estaba celebrando un cumpleaños. Estaba consciente, de milagro, sin embargo, cuando me acerqué a preguntarle si podía moverse para sacarlo del taxi con ayuda de los camilleros y así llevarlo directo a la atención médica de emergencias porque su caso no necesitaba triaje, me dijo que no podía mover las piernas.

Llamé al médico emergenciólogo y le dije lo que ocurría, él se acercó y le preguntó más datos sobre la caída. Me pidió que avisara al piso de traumatología y al de neurología para que envíen a dos residentes porque al parecer tenía comprometida no solo una vértebra, sino varios nervios espinales. Es que el emergenciólogo actuó con prontitud al escuchar que como no llegaba la ambulancia, los amigos levantaron a muchacho del piso y lo metieron al taxi como pudieron... "como pudieron", sin tener conocimientos de primeros auxilios en cuanto a cómo trasladar a una persona que ha sufrido una caída.

Nos falta tanto como sociedad para aprender cosas tan elementales como las de los primeros auxilios porque no basta solo con tener un botiquín en casa, sino con saber cómo actuar y qué hacer en caso de que las cosas se pongan complicadas. Y entiendo el punto de vista de los amigos, lo entiendo, aunque no fuera sensato porque ellos querían salvarlo de alguna manera, ya que la ambulancia no llegaría, sin embargo, como se lo contaba a mi pareja, fue un desacierto su buena intención.

Y es que Daniel me decía que el ayudar es parte de la psicología sana del ser humano, que piense en la imagen de cómo los amigos del paralítico, según el texto bíblico, se jugaron el todo por el todo para que su amigo volviera a caminar y se idearon algo para bajarlo por el techo para que Cristo lo sanara. Y ahí, no hubieron primeros auxilios, solo fe, una fe que les hacía pensar que su amigo podría levantarse de nuevo. Y aumentó: "Pero la fe, también está basada en evidencias y no supera la ficción, sino que cree en los milagros, que es diferente".

Primeros auxilios...

Cuando el fuego aún era un misterio y las heridas se curaban con hojas machacadas y rezos al viento, alguien siempre estuvo allí: una mano firme, una mirada serena, un gesto que calmaba el dolor antes de que existiera la palabra “enfermería”. Los primeros auxilios no nacieron en libros ni en hospitales, sino en cuevas, en campos de batalla, en el regazo de madres que sabían que un abrazo podía detener el llanto tanto como una venda podía detener la sangre.

Con el tiempo, las civilizaciones fueron tejiendo conocimientos. Los egipcios aplicaban miel sobre las heridas; los griegos, como Hipócrates, observaban el cuerpo como un todo y enseñaban a limpiar, a inmovilizar, a esperar. En Roma, los soldados llevaban consigo a los capsarii, hombres entrenados para vendar, entablillar y reanimar en plena batalla. No eran médicos, pero eran quienes llegaban primero, quienes convertían el caos en cuidado.

La Edad Media trajo conventos donde monjas y frailes atendían a peregrinos y heridos con infusiones, compresas y silencio piadoso. Y luego, en el fragor de las guerras napoleónicas, Dominique Jean Larrey —cirujano del ejército— revolucionó todo al crear las primeras ambulancias volantes: carros que llegaban al frente de batalla no para llevarse a los muertos, sino para salvar a los vivos. Fue allí donde nació la idea de que el tiempo, en emergencias, es tan vital como el oxígeno.

El siglo XIX consolidó los primeros auxilios como disciplina. Henry Dunant, conmovido por la masacre de Solferino, fundó la Cruz Roja y sembró la semilla de la ayuda humanitaria organizada. Se crearon manuales, se entrenó a civiles, se enseñó a la gente común a reaccionar ante un desmayo, una quemadura, un hueso roto. Ya no era cosa solo de guerreros o monjes: cualquiera podía ser el primer eslabón de la cadena de supervivencia.

La buena intención late fuerte en el pecho cuando alguien cae, grita o se desploma. Es natural: el cuerpo se mueve antes que la mente, las manos se extienden sin pedir permiso, el corazón empuja a actuar. Y eso, en sí mismo, es hermoso. Es la esencia humana gritando que no se puede mirar hacia otro lado. Pero ahí, justo en ese instante en que el impulso se encuentra con la urgencia, es donde el conocimiento se convierte en puente entre ayudar y no empeorar.

Porque no basta con querer. No basta con cargar al herido en brazos si tiene una columna comprometida. No basta con meter los dedos en la garganta de alguien que se está ahogando si lo que necesita es una maniobra específica. No basta con verter agua fría sobre una quemadura grave si lo que requiere es cubrirla sin romper las ampollas. La emoción, por noble que sea, puede convertirse en peligro si no va de la mano del saber.

Saber primeros auxilios no es tener un título colgado en la pared. Es entender que cada segundo cuenta, pero que cada gesto también. Es reconocer cuándo mover a alguien y cuándo no. Es saber que gritar “¡tranquilo!” no calma un paro cardíaco, pero una compresión torácica sí puede sostener una vida hasta que llegue ayuda profesional. Es aprender a leer el cuerpo: el color de los labios, el ritmo de la respiración, la posición de las extremidades.

La disposición para ayudar es el primer paso, el más valiente. Pero el segundo —el que realmente salva— es haberse preparado antes. Porque en medio del caos, el conocimiento es la brújula. No elimina el miedo, pero lo ordena. No quita la urgencia, pero la dirige. Y transforma el impulso generoso en acción eficaz, en gesto que no solo consuela, sino que preserva, que sostiene, que devuelve.

Ayudar sin saber puede ser un acto de amor, sí. Pero ayudar sabiendo es un acto de amor con responsabilidad. Y en emergencias, ese matiz puede marcar la diferencia entre una vida recuperada y un daño irreparable. Por eso, quien decide aprender primeros auxilios no solo se prepara para actuar: se prepara para hacerlo bien. Y eso, en el fondo, es el mayor acto de cuidado que se puede ofrecer.

Los gobiernos seccionales tienen en sus manos una herramienta silenciosa pero poderosa: la posibilidad de convertir a la ciudadanía en una red viva de respuesta inmediata. No se trata solo de construir hospitales o comprar ambulancias —aunque eso también importa—, sino de sembrar conocimiento donde más duele la espera: en las calles, en los barrios, en las aulas, en las oficinas, en los mercados.

Imaginar una ciudad donde cada escuela enseñe a sus niños qué hacer ante un atragantamiento, donde cada universidad exija un módulo básico de primeros auxilios como parte de su formación, donde cada fábrica, oficina o centro comercial tenga al menos un grupo de personas entrenadas para reaccionar, no es un sueño lejano: es una necesidad urgente, tangible, real. Y es responsabilidad de quienes gobiernan hacerlo posible.

Porque la diferencia entre la vida y la muerte muchas veces no está en el quirófano, sino en esos primeros tres minutos. En la persona que sabe cómo colocar a alguien en posición lateral de seguridad mientras llega la ayuda. En el joven que aplica RCP sin dudar porque lo practicó en su colegio. En la vecina que detiene una hemorragia con una tela limpia y presión firme porque lo aprendió en un taller del municipio.

Y eso no cuesta tanto como se cree. Cuesta menos que un anuncio publicitario. Menos que una obra de infraestructura mal planificada. Lo que cuesta, en cambio, es no hacerlo: vidas truncadas por falta de preparación, familias rotas por lo que pudo evitarse, comunidades enteras que cargan el peso de lo que no supieron hacer a tiempo.

Los gobiernos seccionales están cerca de la gente. Conocen sus calles, sus necesidades, sus ritmos. Tienen la oportunidad —y el deber— de convertir cada rincón en un espacio de prevención activa. Porque preparar a la población en primeros auxilios no es un lujo, ni un adorno curricular: es una política pública de vida. Y cuando se entiende así, deja de ser una opción para convertirse en una obligación moral. La vida no espera. Y el Estado, en su escala más cercana, tampoco debería hacerlo.

Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.

🎵 🎶 🎶 🎶 🎵 🎼 🎼 ♬ ♫ ♪ ♩

Esta fue una canción y reflexión de domingo.

Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.

Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.

Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!

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