Cuidarme es quererme (SUNO)
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Miércoles 15 de octubre, 2025.
Desde tiempos remotos, las personas han buscado maneras de cuidar su cuerpo, aunque no siempre con el conocimiento científico que hoy se tiene. En civilizaciones antiguas como la egipcia, la griega o la romana, ya existían prácticas relacionadas con la limpieza personal: los baños públicos, el uso de aceites, ungüentos y perfumes no solo respondían a cuestiones estéticas, sino también a creencias sobre la pureza espiritual y física. Sin embargo, la conexión entre la higiene y la prevención de enfermedades tardó siglos en establecerse.
Durante la Edad Media, en Europa, el baño frecuente perdió popularidad. Se creía que el agua abría los poros y permitía que las enfermedades entraran al cuerpo, especialmente durante brotes como la peste negra. La limpieza se reducía a lavar partes visibles, como manos y rostro, mientras que el cuerpo completo se bañaba rara vez. Fue en los siglos XVIII y XIX cuando comenzó un giro importante. Con el auge de la medicina moderna y la observación clínica, algunos médicos y enfermeras notaron que ciertas prácticas, como lavarse las manos antes de atender a pacientes, reducían drásticamente las infecciones.
Una figura clave en este cambio fue Florence Nightingale. Durante la Guerra de Crimea, al ver cómo los soldados morían más por infecciones que por heridas de combate, impulsó reformas en la higiene de los hospitales: ventilación, limpieza de ropa de cama, desinfección de instrumentos y, sobre todo, el lavado constante de manos. Sus observaciones, respaldadas por datos, sentaron las bases para lo que hoy se conoce como asepsia y antisepsia.
Con el descubrimiento de los microorganismos por parte de científicos como Louis Pasteur y Robert Koch, la higiene dejó de ser solo una cuestión de costumbre o decoro para convertirse en una herramienta fundamental de la salud pública. Las normas actuales —desde el lavado de manos con técnica adecuada hasta el cuidado de heridas, la higiene bucal o el manejo seguro de residuos— son el resultado de siglos de prueba, error y aprendizaje colectivo, muchas veces a costa de vidas que pudieron haberse salvado antes si se hubiera entendido a tiempo el poder de lo simple: el agua, el jabón y la atención constante al cuerpo.
Mantener una rutina diaria de higiene corporal no se trata solo de oler bien o verse presentable; es una forma silenciosa, constante y profundamente humana de cuidarse a uno mismo y a los demás. El cuerpo, por su propia naturaleza, está en contacto permanente con el entorno: el sudor, la piel muerta, las bacterias del aire, la ropa que se usa, todo eso va acumulándose poco a poco. Sin una limpieza regular, ese equilibrio natural puede alterarse, abriendo la puerta a infecciones, irritaciones o incluso enfermedades más serias, sobre todo en personas con sistemas inmunes más vulnerables.
La clave está en la constancia, no en lo elaborado. No hace falta un ritual de spa cada mañana, sino pequeños gestos repetidos con atención. Lavarse las manos, por ejemplo, es uno de los actos más sencillos y poderosos: antes de comer, después de ir al baño, al regresar de la calle. Con agua tibia y jabón, frotando bien entre los dedos, las uñas y el dorso, durante al menos veinte segundos —el tiempo que tarda en cantarse mentalmente “Cumpleaños feliz” dos veces— ya se elimina gran parte de los gérmenes que uno carga sin darse cuenta.
El baño diario, aunque sea breve, ayuda a mantener la piel sana. No se trata de enjabonar cada rincón con fuerza, sino de limpiar suavemente las zonas donde más se acumula sudor o grasa: axilas, ingle, pies, rostro. Usar una toalla limpia y secar bien, especialmente entre los dedos de los pies, previene hongos. Cambiar la ropa interior y las prendas que estuvieron en contacto directo con la piel cada día también es esencial; la ropa absorbe humedad y microorganismos que, si se reutilizan sin lavar, vuelven al cuerpo.
Cuidar la boca no es menos importante. Cepillarse los dientes al menos dos veces al día, usar hilo dental y enjuagues cuando se puede, no solo evita el mal aliento, sino que protege las encías y hasta el corazón, pues hay una relación comprobada entre la salud bucal y ciertas afecciones sistémicas. Y no hay que olvidar las uñas: mantenerlas cortas y limpias evita que se conviertan en refugio de suciedad y bacterias.
Todo esto, dicho así, puede sonar como una lista, pero en la vida real se convierte en hábito. Como preparar el desayuno o doblar la ropa al salir de la secadora. No se necesita perfección, sino presencia: estar atento a lo que el cuerpo necesita día a día. Porque al final, la higiene no es un lujo ni una obligación impuesta, sino una forma cotidiana de respeto —hacia uno mismo y hacia quienes lo rodean.
La higiene corporal no es un privilegio reservado para quienes pueden pagarla, sino una necesidad humana básica, tan fundamental como respirar aire limpio o beber agua segura. Sin embargo, en muchas partes del mundo —y también en rincones de las ciudades más desarrolladas— hay personas que no tienen acceso regular a agua potable, jabón, toallas limpias o incluso un espacio íntimo y seguro para bañarse. Esto no solo afecta su salud física, sino también su dignidad, su autoestima y su posibilidad de participar plenamente en la vida social, escolar o laboral.
Imaginar que la limpieza personal depende únicamente de la voluntad individual es ignorar las condiciones reales en las que viven millones. ¿Cómo pedirle a alguien que se lave las manos con frecuencia si no tiene agua corriente en casa? ¿Cómo exigir uniformes limpios en una escuela si la lavandería más cercana está a kilómetros y el costo del transporte ya consume gran parte del ingreso diario? La higiene, vista desde esta perspectiva, deja de ser solo un hábito personal para convertirse en un asunto de justicia social.
Acceder a servicios básicos de saneamiento —agua segura, drenaje, jabón, baños dignos— debería ser un derecho garantizado, no un lujo condicionado por el barrio donde uno nace o el salario que recibe. En hospitales, escuelas, centros comunitarios o albergues, la presencia de estos recursos no solo previene enfermedades, sino que envía un mensaje claro: todas las personas merecen ser tratadas con respeto, empezando por lo más elemental del cuidado del cuerpo.
Incluso en contextos de emergencia —desastres naturales, desplazamientos forzados, crisis económicas—, las primeras medidas de ayuda humanitaria incluyen kits de higiene: toallas, pasta de dientes, jabón, toallas sanitarias. Porque quienes trabajan en el terreno saben que, más allá de la comida o el refugio, recuperar un mínimo de limpieza personal es recuperar un fragmento de normalidad, de control sobre la propia vida.
Promover hábitos de higiene sin garantizar las condiciones para practicarlos es como enseñar a nadar sin permitir acercarse al agua. La verdadera prevención, la salud colectiva y la inclusión comienzan cuando se entiende que el derecho a estar limpio —a sentirse limpio— no tiene clase social, ni fronteras, ni condiciones. Es, sencillamente, humano.
Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.
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Esta fue una canción y reflexión de miércoles.
Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!
