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Lunes 29 de septiembre, 2025.
La concienciación sobre la pérdida y el desperdicio de alimentos ha evolucionado a lo largo del tiempo como respuesta a múltiples crisis alimentarias, ambientales y sociales. En las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la atención internacional se centró principalmente en aumentar la producción agrícola para garantizar la seguridad alimentaria global, especialmente en regiones afectadas por hambrunas y conflictos. Sin embargo, con el paso del tiempo, diversos estudios y observaciones revelaron que una proporción significativa de los alimentos producidos nunca llegaba a ser consumida, ya fuera por ineficiencias en la cadena de suministro, malas prácticas de almacenamiento o patrones de consumo insostenibles.
Durante la década de 1970, organismos internacionales comenzaron a documentar las pérdidas postcosecha en países en desarrollo, vinculándolas con la pobreza rural y la falta de infraestructura. Paralelamente, en las economías más industrializadas, el desperdicio en el nivel del consumidor y del comercio minorista empezó a llamar la atención, aunque no se abordó de forma sistemática hasta entrado el siglo XXI. La creciente evidencia científica sobre el impacto ambiental del desperdicio alimentario —incluyendo emisiones de gases de efecto invernadero, uso excesivo de agua y degradación de suelos— impulsó a la comunidad internacional a considerar este fenómeno no solo como un problema de distribución, sino también como un desafío clave para la sostenibilidad del planeta.
En 2011, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) publicó un informe emblemático que estimaba que aproximadamente un tercio de todos los alimentos producidos para consumo humano se perdía o desperdiciaba globalmente. Este documento sirvió como catalizador para una mayor acción coordinada. Posteriormente, en 2015, los Estados Miembros de las Naciones Unidas adoptaron la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, que incluyó el Objetivo de Desarrollo Sostenible 12.3, cuyo propósito es reducir a la mitad el desperdicio per cápita mundial de alimentos al por menor y al consumidor, e intentar reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y suministro, incluidas las pérdidas posteriores a la cosecha, para 2030.
Desde entonces, múltiples iniciativas multilaterales, nacionales y locales han surgido con el fin de medir, prevenir y reducir la pérdida y el desperdicio de alimentos. La ONU, a través de sus agencias especializadas, ha promovido marcos metodológicos comunes, como la definición estandarizada de pérdida y desperdicio alimentario, y ha facilitado la cooperación entre gobiernos, sector privado y sociedad civil. A pesar de los avances, persisten importantes desafíos, especialmente en la generación de datos precisos y en la implementación de políticas efectivas en contextos con recursos limitados. La concienciación global continúa siendo un pilar fundamental para movilizar acciones concretas que contribuyan tanto a la erradicación del hambre como a la protección del medio ambiente.
La pérdida y el desperdicio de alimentos se originan en una combinación compleja de factores técnicos, económicos, sociales, culturales y políticos que operan a lo largo de toda la cadena alimentaria, desde la producción hasta el consumo. En las etapas iniciales —producción, cosecha y postcosecha—, las pérdidas suelen ser más pronunciadas en países de ingresos bajos y medianos, donde la infraestructura deficiente, la falta de acceso a tecnologías adecuadas de almacenamiento, transporte y procesamiento, así como las limitaciones en el conocimiento técnico agrícola, contribuyen a que una parte significativa de los alimentos se deteriore antes de llegar al mercado. Las condiciones climáticas extremas, las plagas y las enfermedades también juegan un papel relevante en estas etapas, especialmente cuando no existen sistemas de protección o seguros agrícolas efectivos.
En los eslabones intermedios de la cadena —procesamiento, distribución y comercialización—, las pérdidas pueden atribuirse a ineficiencias logísticas, normas comerciales excesivamente estrictas sobre la apariencia de los productos, fluctuaciones en la demanda y la falta de coordinación entre productores, mayoristas y minoristas. En muchos casos, los alimentos que no cumplen con estándares estéticos arbitrarios —por su forma, tamaño o color— son descartados a pesar de ser perfectamente aptos para el consumo.
En el nivel del consumidor, predominante en países de ingresos altos, el desperdicio se asocia frecuentemente con patrones de compra impulsivos, mala planificación de las compras, confusión respecto a las fechas de caducidad o consumo preferente, y una cultura del consumo que valora la abundancia y desecha lo que se considera “sobrante”. Además, en contextos urbanos, la desconexión entre los consumidores y los procesos de producción alimentaria reduce la percepción del valor real de los alimentos, lo que disminuye los incentivos para evitar su desperdicio.
Factores sistémicos como la volatilidad de los precios, las políticas agrícolas distorsionadas, la especulación financiera sobre commodities alimentarios y la falta de inversión en sistemas alimentarios sostenibles también contribuyen indirectamente a la pérdida y el desperdicio. Asimismo, en situaciones de crisis —ya sean económicas, sanitarias o provocadas por conflictos—, la interrupción de las cadenas de suministro puede generar tanto escasez como desperdicio simultáneos, dependiendo de la región y del momento.
En conjunto, estos factores reflejan no solo fallas técnicas o logísticas, sino también dinámicas profundamente arraigadas en los modelos de producción y consumo actuales, que priorizan la eficiencia económica a corto plazo por encima de la sostenibilidad y la equidad en el acceso a los alimentos.
Los gobiernos tienen un papel fundamental en la prevención y reducción de la pérdida y el desperdicio de alimentos, ya que poseen la capacidad de establecer marcos normativos, políticas públicas e incentivos que orienten a toda la cadena alimentaria hacia prácticas más sostenibles. Entre sus responsabilidades se encuentra el diseño e implementación de estrategias nacionales alineadas con los compromisos internacionales, como el Objetivo de Desarrollo Sostenible 12.3, así como la promoción de inversiones en infraestructura rural, sistemas de almacenamiento eficientes, cadenas de frío y tecnologías adecuadas para pequeños productores. Además, los Estados pueden reformar normativas que imponen estándares estéticos innecesarios en los productos agrícolas, facilitar la donación de excedentes alimentarios mediante marcos legales que protejan a donantes y receptores, y fomentar la educación alimentaria en todos los niveles educativos. La coordinación interinstitucional, la generación de datos confiables y la colaboración con el sector privado, las organizaciones de la sociedad civil y los consumidores son elementos clave para que estas estrategias tengan impacto real y duradero.
Por su parte, cada persona también tiene un rol activo y responsable en la reducción del desperdicio. Las decisiones cotidianas —desde la planificación de compras hasta el manejo de sobras en el hogar— influyen directamente en la cantidad de alimentos que terminan en la basura. Comprar solo lo necesario, entender la diferencia entre fechas de “consumo preferente” y “caducidad”, aprovechar los alimentos cercanos a su fecha límite mediante recetas creativas, y donar lo que no se va a consumir son acciones individuales con un efecto colectivo significativo. Más allá de lo práctico, se requiere un cambio cultural: una revalorización del alimento no como un bien desechable, sino como un recurso escaso, valioso y con un impacto ambiental y social profundo.
Este cambio implica cuestionar los hábitos de una sociedad consumista que normaliza la sobreabundancia y el descarte rápido, muchas veces sin reflexionar sobre las consecuencias éticas y ecológicas de sus elecciones. La compulsión por adquirir más de lo necesario, alimentada por la publicidad, la cultura del “todo disponible” y la desconexión con los procesos productivos, debe ser reemplazada por una conciencia crítica que priorice la moderación, la solidaridad y la responsabilidad. Gestionar adecuadamente los alimentos —ya sea en el campo, en el supermercado o en la cocina— no es solo una cuestión de eficiencia, sino un acto de justicia hacia quienes sufren hambre, hacia los recursos naturales agotados en su producción y hacia las generaciones futuras que heredarán un planeta marcado por las decisiones del presente.
Como ya casi se acaba el número de caracteres de la caja de información, les dejo con la canción que le pedí a SUNO, esperando que esta publicación les haya servido, no solo como entretenimiento, sino que les haya aportado un poco, una chispa de contenido que genera valor.
🎵 🎶 🎶 🎶 🎵 🎼 🎼 ♬ ♫ ♪ ♩
Esta fue una canción y reflexión de lunes.
Gracias por pasarse a leer y escuchar un rato, amigas, amigos, amigues de BlurtMedia.
Que tengan un excelente día y que Dios los bendiga grandemente.
Saludines, camaradas "BlurtMedianenses"!!
